Sensación de inseguridad, corrupción y barbarie

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Es difícil determinar si se trata de inconsciencia o temeridad, negación o efectos de la intoxicación narrativa que produce el aislamiento dentro de una burbuja. Real y simbólica. Lo cierto es que Axel Kicillof, Sergio Berni y todo el kirchnerismo duro han decidido desafiar, como nunca antes, las leyes de la gravedad social tras el asesinato del chofer Daniel Barrientos y la inaceptable agresión al ministro de Seguridad. 

La indignación, el hastío, la frustración y el hartazgo ciudadano emergen cada vez más como las emociones dominantes entre los argentinos. Y es la inseguridad, después de las penurias económicas, la problemática que más inquieta, sobre todo, a los habitantes del Gran Buenos Aires. En eso coinciden la mayoría de los sondeos y trabajos cualitatitivos de las consultoras más respetadas a un lado y otro de los polos políticos.

Después de algunas horas de aturdimiento y perplejidad, tras el crimen y las reacciones sociales, el oficialismo prefirió deslindar su responsabilidad, negar que hubiera una ola de inseguridad en el área metropolitana, continuar con la obscena pelea pública entre funcionarios nacionales y provinciales responsables de combatir el delito y buscar culpables entre sus adversarios políticos. Estaban ante el último (no el más grave) crimen que volvió a sacudir al país y terminó con la bárbara y sin precedentes golpiza a Berni. Todo contramano de lo que la sociedad espera y demanda.

La percepción generalizada de que gran parte de la alta dirigencia política es ajena a lo que le pasa a la mayoría de los argentinos encontró en este caso y en las reacciones (por acción u omisión) de los funcionarios nacionales y bonaerenses un inquietante motivo de confirmación.

Lo venían advirtiendo varios intendentes de distinto signo político del conurbano y lo subrayaron hace tres semanas durante la ola de cortes de luz que afectó, principalmente, a la zona sur del Gran Buenos Aires. Es lo que han estado mostrando casi unánimemente en los últimos meses los sondeos de opinión y los trabajos cualitativos destinados a auscultar el humor social.

Lo curioso y singular es que a esa herramienta, cuya utilidad y rigor pocos ponen en duda, es a la que en la práctica menos atención le prestan los dirigentes o, al menos, con la que son menos consecuentes en su acción. Se embelesan, en cambio, con las encuestas sobre intención de voto, que demandan, pagan y consumen con la voracidad de un adicto, a pesar de una falibilidad que ya no necesita de más casos para ser demostrada.

Corruptos son todos

Si se prestara más atención a esos sondeos, tal vez no hubiera sorprendido lo que expresó uno de los compañeros del colectivero asesinado apenas minutos después de la agresión a Berni. “El problema es la corrupción, por eso pasa todo lo que pasa y no llegan las soluciones”, dijo ante las cámaras de LN+.

La acusación del chofer resulta reveladora. No tenía un destinatario concreto y no se refería al enriquecimiento de algún funcionario en particular. Ni siquiera parecía sentir que debía ser demostrado. Casi era un detalle menor si eso derivaba en un beneficio económico para algún dirigente. Era una expresión más profunda, más elemental. Indiscriminada.

Se trataba para el compañero de la víctima de un hecho. Constatable por la simple incapacidad del Estado y sus agentes para cumplir con sus funciones esenciales. El regreso a la etimología, de la palabra corrupción: un elemento alterado (roto, destruido) por putrefacción. La tragedia de Once, como la violación de los derechos humanos durante la última dictadura, ya forma parte del inconsciente colectivo de la Argentina. La corrupción mata.

Pocas horas después de esa aparición en televisión, dos consultores que suelen ser escuchados a ambos lados de la grieta mencionaban a la nación que en sus trabajos cualitativos aparece de forma creciente una notable asimilación entre corrupción e ineficiencia o ausencia efectiva del Estado para solucionar los problemas más inmediatos y vitales de la sociedad, lo que se traduce en emociones muy negativas hacia la dirigencia, no sólo política.

“Después de la inflación entre las principales preocupaciones aparece la corrupción, que está muy ligada a lo primero y se dirige al Gobierno y a toda la clase política porque no logra dar soluciones. Hay una sensación de descomposición, en la que la inseguridad aparece después como una consecuencia”, explica el politólogo Federico Zapata director de la consultora Escenarios.

Con él coincide Manuel Hernández, director de Ágora. “Hay un hartazgo que nunca vimos desde que empezamos a medir y ese hartazgo puede terminar en hechos de violencia, como se ve a diario en la calle. Aunque como el enojo no está organizado ni conducido es difícil que se oriente hacia algún objetivo concreto, La gente siente que la dirigencia en general y la política en particular no sabe cómo viven ellos, y no le da soluciones”, explica el consultor, cuyo trabajos consumen en el Instituto Patria, la cúpula de La Cámpora y algunos referentes cambiemitas.

Lo expuesto va en línea con la sagaz calificación que el experto en tendencias sociales Guillermo Olivetto expuso el lunes pasado en LA NACION: “La sociedad entró en fase punk. ‘No hay futuro´ porque nos robaron el futuro, dicen”. La semicerteza de que el futuro inmediato será peor que el presente aparece cada vez más arraigada. Medio siglo de movilidad social descendente, once años de estancamiento y un quinquenio con una inflación que en promedio supera largamente el 50 por ciento parecen ser suficientes elementos concretos para explicar el modo punk.

En este estado de desasosiego, Alejandro Catterberg, director de Poliarquía, encuentra a la inseguridad como uno de los disparadores principales en el Gran Buen Aires, mucho más marcadamente que en el resto del país.

En el conurbano el auge del delito aparece tercero en la lista de los principales problemas de la Argentina, con un porcentaje que supera en dos veces y media lo que se percibe en el resto del país. Obviamente, la inflación se despega al tope del ranking en todos los distritos.

No sorprende, entonces, que el Barómetro de la Opinión Pública (BOPA) que Políarquía realiza desde hace veinte años, muestre índices apenas por encima del estado de ánimo social que había en 2003 y apenas por debajo del que se registraba en 2009, luego de la crisis con el campo y poco antes de la primera elección legislativa en la que perdió el kirchnerismo. El BOPA es un estimador desarrollado por esa para conocer el estado general del humor social, que combina 15 indicadores clave de diferentes áreas del gobierno, la economía y la sociedad. Sus resultados correlacionan con notable similitud con la performance electoral del oficialismo.

Un trabajo cualtitativo realizado por Ágora sobre la base de grupos focales confirma ese estado de la opinión pública. Algunas de las expresiones verbalizadas allí dicen cosas como estas: “Tengo tres trabajos, vivo para trabajar y no me alcanza” o “trabajo solo para seguir viviendo”.

El principal afectado por esa realidad y esos estados de ánimos es, fuera de discusión, el oficialismo. La mayoría de las encuestas, la imagen del FdT y de sus principales dirigentes muestran un retroceso de 10 puntos porcentuales o de casi el 20% respecto de los guarismos de aceptación que tenía en diciembre, en tiempos de veranito mundialista y de fugaz baja de la inflación. Hoy en casi todos los sondeos la aceptación al oficialismo y sus figuras está por debajo del 30 por ciento”..

Sin embargo, no es solo el partido gobernante el único damnificado. Según la directora de la consultora Trespuntozero, Shila Vilker, “más de seis de cada diez opiniones que recogemos tienen expresiones antipolítica”. Allí también se unifican conceptos como frustración, enojo, incertidumbre, falta de futuro y corrupción.

En ese contexto, el recipiente de la bronca de Javier Milei sigue llenándose. En tanto, la mayoría de la dirigencia de los partidos tradicionales confía en que sus limitaciones de estructura y la inminencia de las elecciones le ponga algún freno a esa deriva, pero sin lograr detener sus disputas internas ni articular una propuesta consistente.

La ruptura en Mendoza del frente cambiemita, con la salida del precandidato a gobernador del Pro Omar de Marchi es un síntoma elocuente del estado de cosas. Quien hasta hace nada era el armador político en el interior de Horacio Rodríguez Larreta se apresta a aliarse con los antisistemas mileistas de su provincia. Una perla más.

Así, las peleas con la ley de la gravedad social por parte del oficialismo, con Axel Kicillof y Sergio Berni, negando evidencias apenas disimulan el deterioro o la descomposición general. Una inquietante deriva entre dos polos. Corrupción y barbarie.

Fuente: La Nacion

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