Cuando la tecnología delata a la política

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Este articulo no va del caso Alberto Fernández y Fabiola Yañez. Del título se podría inferir o sospechar, también, que la culpa es de la tecnología. ¿Culpa de qué? Del escándalo, del ocaso (no acoso) de algunos políticos o, incluso, del declive de la política tradicional toda. Como si la tecnología los hubiera liquidado, expulsado de la cancha.

En un artículo reciente, Alberto Hernández explica cómo el “qué cagada” representa una expresión que desnuda un modus operandi de los políticos, cuando trasciende alguna que se mandaron. El problema no es lo que hicieron, sino que se sepa, que haya trasciendido, que no hayan sido lo suficientemente “vivos”, que no se activara la “destreza” obvia que requiere habitar la política. Pertenecer.
 
Puede suceder, entonces, que después de “la cagada” se desplieguen algunos mecanismos de encubrimiento. Pero ya está: si “las cagadas” salen a la luz ya no son dignos de “ser parte” y ya no por "la cagada", sino por la torpeza del trascendido.


Por otro lado, tampoco son dignos de aspirar a espacios de poder quienes se asombran de “las cagadas”, porque el asombro significa desconocer que están por todos lados, que forman parte de las reglas de juego del poder. No son dignos, no por no hacer “cagadas”, sino por ingenuos.

Como dice el Indio Solari en Juguetes Perdidos, “cuanto más alto trepa el monito, el culo más se le ve”. O como reza el dicho, “la plata no te cambia, te delata”. Así, podríamos decir que la tecnología describe al político. No solo al que no entendió que no se puede hacer aquello que no se puede saber, como bien lo describe Antoni Gutiérrez Rubí en su libro La política vigilada, sino por su falta de adaptación al ecosistema digital, por seguir apegado y hasta añorar otro sistema de preferencias, de ordenamiento de la agenda pública, de intercambios discursivos, de control. Época donde, como dice José Luis Fernández, el broadcasting no convivía con los mosaicos ni se alteraba por estallidos habituales. O, como menciona Carlos Scolari, “antes había storytelling, mientras que ahora estamos en la mediatización gaseosa de la política”.
Lo que delata la tecnología, además de permitir que el receptor se tome revancha (como escribimos hace tiempo) es la práctica del monólogo político, la producción del mensaje controlado, de su permanente encerrona en el microclima de una agenda paralela a la conversación pública. Se ve expuesto a que se sepa más, pero también a que se descubra cuánto le gusta conversar, escuchar, interactuar.

La mueca y la simulación
Jean Baudrillard se refirió con genialidad a las estrategias de la apariencia, de la simulación, de la sustitución de la realidad. El disimulo es la ocultación de la realidad, mientras que la simulación es la creación de una apariencia que no tiene correlato con la realidad. Lo cuenta bien Alejandro Ruiz Balza en su artículo Disimulo, simulación y panelismo. La dirigencia política, por englobar de manera seguramente injusta, ha comprado su propio discurso, el que genera para consumo interno, para el circuito cerrado. El que deja de referirse a las cosas y, por tanto, deja de representar. Hace la mueca, simula y se consuela: todo es válido para llegar. Se supone, entonces, que una vez en el poder se iniciará la transformación sobre lo real. Sin embargo, así se aleja. Ahora los hilos se ven, la distancia se siente y la bronca y la cólera se cultivan hasta que estallan. Sin embargo, cuando llegan las consecuencias ni siquiera se advierte el motivo, porque hacerlo sería dar cuenta de que lo que siempre fueron las reglas ya no es viable.

Cuando el mundo era vertical, resultaba mucho más fácil manejarse en el secretismo. La horizontalidad golpeó fuerte. Ya no solo por los escándalos que se suceden uno a otro y pasan al olvido cada vez con mayor velocidad, sino porque el fin de la verticalidad, de la unidireccionalidad, los corrió una vez más de la agenda pública. Ese comportamiento errático no es nuevo, pero ahora se nota y vuelve insoportable. Se delata.

Por dónde empezar
Se habla entonces de la necesidad de renovarse. De renovar la política. En ese camino, entender la comunicación, entender la tecnología, entender las nuevas formas de relacionamiento social resulta crucial. Entender, al menos, que la comunicación no equivale a difundir. No es lo mismo que hacer y después dar a conocer, sino que el propio hacer está diciendo. Parece obvio, pero no lo es en la operatoria política.

Ya no importa si son medios tradicionales, si es en el territorio físico y en el contacto personal o si transcurre en las propias redes o en un canal personal de streaming. No son las herramientas, aunque entenderlas ayuda. Scolari se pregunta, con razón, si en esta mediatización gaseosa de la política, donde se consumen contenidos muy breves y todo resulta fugaz, los liderazgos son igualmente efímeros. Y agrega: “Hoy es imposible pensar nuestra vida como individuos y la vida social, aislada de la tecnología y de los medios, porque los medios nos constituyen”.

Cada uno es un medio y, por más esfuerzos que hagamos en intentar comprender cómo serán los medios de acá a cinco años, tenemos que pensar que hoy estamos muy expuestos a lo disruptivo. Y lo disruptivo va de la mano de la política.

Por eso, es clave entender el fenómeno Milei sin descartar nuevas formas de quiebre, nuevos estallidos que alteren las tendencias; un fenómeno complejo si reparamos en que hay una generación de dirigentes, más allá de las edades, que añora el orden vertical de lo tradicional, tanto político como comunicacional.

CON INFORMACION DE LETRA P

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