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Dos años después del asalto al Capitolio en Washington, un nuevo ataque protagonizado por hordas de extrema derecha a los principales centros de poder federal en Brasil ha activado todas las alarmas sobre la fragilidad de las democracias. El levantamiento insurgente contra el pacto democrático instigado por los partidarios de Jair Bolsonaro ya se había intentado sin éxito en Washington. Pero también en Alemania, en diciembre de 2022, cuando sus servicios de inteligencia frenaron a un conglomerado de funcionarios de extrema derecha y miembros retirados de las fuerzas de seguridad que pretendían ocupar lugares de poder institucional para derrocar a la república. La sucesión reciente de estos asaltos obedece a lógicas muy similares: la manipulación de los seguidores con realidades alternativas a través de las redes sociales, la inoculación en la opinión pública de la sospecha de elecciones robadas y la deslegitimación del adversario político a través de medios de comunicación o incluso de tribunales, junto al desprestigio sistemático de las instancias electorales que se pronuncian sobre los resultados de los comicios.

Para fortalecer y garantizar su supervivencia, las democracias necesitan demócratas al frente comprometidos sólidamente con su protección. Pero hoy parecen abundar líderes iliberales —como los primeros ministros de Polonia, Hungría o Israel, o los expresidentes brasileño y estadounidense, y algunos otros representantes o exrepresentantes de regímenes democráticos—, considerados como los principales artífices de una peligrosa regresión en el respeto a la verdad, al Estado de derecho y a las instituciones que hacen que las democracias sean dignas de tal nombre. Esa línea de puntos que traza el camino hacia el peligroso desenlace del asalto a los poderes institucionales está íntimamente conectada con el reclamo de los populistas de burlar el sistema de controles y contrapesos institucionales propios del liberalismo, y de transformar paulatinamente las democracias en autocracias electorales. Ese pueblo al que solo ellos dicen representar legítimamente es excluido en un número cada vez mayor de decisiones una vez que llegan al poder. Desde ahí, utilizarán los medios —manipuladores o rupturistas— que sean necesarios para aferrarse a él.


 
 
La débil condena de Bolsonaro tras el asalto a las instituciones brasileñas después de su explícita negativa a admitir su derrota y tras semanas de protestas de extremistas acampados frente a bases militares que pedían un golpe de Estado, o la ambigua actitud de Trump cuando las hordas de sus seguidores entraron por la fuerza en el Capitolio, señalan la ruptura producida entre los excesos demagógicos populistas y la pretensión sin ambages de socavar las democracias. El objetivo de los populistas es impedir que pueda gobernar alguien que no sea ellos, aunque para eso necesiten liquidar las instituciones que ejercen de contrapeso del poder ejecutivo. Su cometido es eliminar la alternancia en el poder; por eso impugnan todas las elecciones si no ganan cuando previamente han desacreditado los mecanismos de control.

Esta permanente búsqueda de confrontación de los populismos en nuestras sociedades constituye uno de los principales marcadores de las democracias contemporáneas. La fragmentación social y la existencia de elecciones cada vez más reñidas requerirá de los representantes políticos actitudes y pronunciamientos que muestren un absoluto y nítido respeto a las reglas básicas del juego democrático, y la primera de ellas es la tolerancia al adversario político y la alternancia pacífica y limpia en el poder. Pero también requerirán la obligación por parte de los dirigentes de gobernar para las mayorías evitando ahondar en la división y el enconamiento que afecta de forma cada vez más profunda a un número mayor de democracias presuntamente blindadas. La proliferación internacional de golpes de Estado y el deseo deliberado de líderes iliberales de debilitar o incluso romper las reglas del juego democrático son una advertencia sobre la amenaza que la extrema derecha representa hoy para la democracia. Y conviene recordarlo: banalizar esta amenaza es otro síntoma de deterioro democrático.

Fuente: El País de España

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