Gallos, pollos y rodaballos

Al igual que sus colegas españoles Iriarte y Samaniego, también portaba apellido vascuence: Azcuénaga. Y su nombre era Domingo.

OPINIÓN - HISTORIA POLÍTICA Fernando SORRENTINO (*)
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Cierto insensato impulso a interesarme en cosas olvidadas o muy poco conocidas me reveló, allá en mi juventud, la insospechada existencia de cierto poeta argentino, inclinado, sobre todo, a versificar fábulas. Al igual que sus colegas españoles Iriarte y Samaniego, también portaba apellido vascuence: Azcuénaga. Y su nombre era Domingo.

Es muy poco lo que se sabe de él. Nació en Buenos Aires el 22 de septiembre de 1758 y falleció en la misma ciudad el 29 de abril de 1821. Fue jurisconsulto y poeta; Miguel, su hermano mayor, integró la Primera Junta de 1810. W. G. Weyland (Poetas coloniales de la Argentina, Buenos Aires, Estrada, 1949, pág. 97) opina:

"A través de ella [su obra] se deduce que debió ser un hombre muy culto, de espíritu brillante y pensamiento sólido, que contribuyó a preparar el terreno para la emancipación y que, agudo clarividente, presintió y señaló con notable anticipación los males que aquejarían nuestra imperfecta vida institucional".

La mayor parte de su producción fue publicada durante los dos años escasos en que apareció en Buenos Aires el periódico conocido abreviadamente como Telégrafo Mercantil. Fue fundado y dirigido por el abogado español Francisco Antonio Cabello y Mesa; entre el 1.º de abril de 1801 y el 15 de octubre de 1802 aparecieron ciento diez números y cuatro suplementos.

En su Antología de poetas coloniales argentinos (1910), Juan de la Cruz Puig recoge varias de las composiciones de Domingo de Azcuénaga, entre ellas el siguiente soneto (que transcribo normalizando la ortografía y la puntuación):

“Al censor de Buenos Aires”

 

Señor censor, mi amigo, usted no sabe /

en el berenjenal que se ha metido. /

Si nos lava la cara, es mal querido /

de todo pensador discreto y grave; // 

 

si escribe la verdad en cuanto cabe, /

es de todo pedante aborrecido: /

conque así opino que el mejor partido /

es meterse en su casa bajo llave. //

 

Y, aunque digan algunos rodaballos /

que es usted algo escaso de meollos, /

no desperdicie el tiempo en impugnallos, //

 

porque todos sabemos que hay crïollos /

que se ponen a hacer papel de gallos /

sin que puedan hacer papel de pollos.
Siempre ha sido dura la vida de los censores. El innominado de este soneto se ha metido —que galicado mediante— en un berenjenal donde cualquier camino que elija será igualmente conflictivo.

Notemos que, en época tan moderna como principios del siglo XIX, perdura la asimilación, frecuente en los siglos XVI y XVII, de la r del infinitivo a la l del pronombre enclítico: impugnallos por impugnarlos. Para que conste el duodécimo endecasílabo, será necesario forzar una diéresis y articular criollos como trisílabo.


Por último, el vocablo rodaballo (DRAE, ‘Hombre taimado y astuto’) resulta del todo insólito en el río de la Plata. 

No obstante, por medio del ardid literario de poner en boca de otros personajes (en este caso, los rodaballos) las opiniones del autor, y simulando defender al funcionario, don Domingo se dio el gusto de tildar de “algo escaso de meollos” al censor de Buenos Aires.

(*) Para La Prensa

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