Javier Milei busca una revolución moral en un país saqueado y marginal

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Habían terminado batallas de liberación y la demarcación del mapa nacional todavía estaba fresco, imperfecto, los límites todavía se discutían, pero todo quedaba dentro de un libro cocido, armado con pasta de madera, con corazón liberal norteamericano y memoria británica, donde se exigía que el estado se quede al margen de la productividad, que todo el privado pueda invertir y crecer, y el marco jurídico permita moverse dentro del estado de derecho, era 1895 y el dato anual revelaba que el PIB nacional estaba por sobre el de Nueva Zelanda, Estados Unidos y Bélgica. 

Javier Milei cree con razón estar en una etapa fundacional, o refundacional, sin masticar demasiado el cambio de la sociedad y de los propios dirigentes que son parte de su Gobierno y su armado legislativos. No solo el periodismo se tornó peligroso y menos ético, también hizo lo propio la política y los sindicatos, que con el pasar de las décadas y la llegada del Peronismo cambiaron su estirpe a un club de millonarios que pagan en cash sus campos para criar caballos. 

El Peronismo no logra digerir que los pobres hicieron que un discurso de ajuste desalmado y de profundidad oceánica haya calado mucho más hondo que los regalos de Sergio Massa, que hundieron al país para padecer ahora la inercia de una gestión que terminó con el cóctel fatal: ignorancia supina, falta de pericia y pedantería, no había lugar para otro final que el que hubo.

Javier Milei cree entonces que puede impulsar una revolución moral, pero subestima el factor interno y el desconocimiento supino del entramado del estado, del funcionamiento de la política, del peso consecuente del rechazo a reuniones con personas que no piensan como él o que directamente no les interesa reunirse con su hermana, quien pasó de su actividad profesional como cosmiatra y relacionista pública a secretaria general de la Presidencia. Algún osado podría pensar que sin mérito para ser secretaria de Estado, no algo más “casta” que un hermano con rango de ministro. 

La revolución moral de esa Argentina pujante de 1895 tenía consenso absoluto de la sociedad. La corrupción generaba náuseas, los políticos exhibían su austeridad como medalla de honor, los presidentes tomaban el mismo vino que la clase media, ese que recién habían traído Otto Rodolfo Suter y Ana, su esposa, que de forma rudimentaria plantaron y generaron las primeras plantas de pinot blanco, en San Rafael, Mendoza, una de las joyas mundiales del vino. 

En esa Argentina, José Evaristo Uriburu, recibía el poder en casi soledad, sin un grupo fuerte de apoyo político, pero lo único que tenía era superávit fiscal y los precios de los alimentos agrícolas por las nubes, era el país entonces sinónimo de prosperidad y paz, que no duraría mucho tiempo. Tal vez el punto de inflexión, pocas veces explicado, fue la aceptación de la Corte Suprema de Justicia a la figura de gobierno de facto en 1930, cuando un imperceptible Juan Perón integró los cadetes que coordinados lograron terminar con la democracia al derrocar a Hipólito Yrigoyen. 

Ese fue un día que marcó la historia para siempre, donde la revolución moral se terminó y dio paso al aquelarre de décadas de sangre, saqueo y legitimidad de lo indebido. Allí entonces la Justicia aceptó la doctrina de la gobernación de facto, es decir, legitimó el derrocamiento y dio paso libre a una sucesión de años de plomo y dolor que le tomó 63 años al país, dar por terminado. 

Todo lo planteado tiene que ver con un factor común entre aquella época y la de Javier Milei: el contexto es lo que permite revoluciones y las generan o las obturan. El Presidente exige un nivel de transparencia que probablemente su propio gabinete no tenga, demanda y achaca oscuridad al sindicalismo nacional, como si no hubiera sido Luis Barrionuevo quien trabajó para que sea el nuevo Presidente. Luis Barrionuevo es ese gastronómico que, cuando un triplex en Recoleta costaba 150 mil pesos, donó un millón de dólares para financiar la campaña de Carlos Menem, un conservador podría pensar que hoy almacena un millar de millones, pero no se conoce su declaración jurada. 

La revolución moral de Javier Milei llegará entonces, sin lugar a dudas, si logra dar el ejemplo y su equipo explica cada acto con transparencia histórica. La legitimidad de la locura permitió que la sociedad tucumana no se descomponga al ver a Luis Alperovich llegando al caribe con el avión sanitario de una de las provincias más pobres del país. Tampoco se enervó la Argentina cuando durante quince años la vuida de Néstor Kirchner exigió trato de emperatriz, y los aviones vacíos hacían mandados como si fuera la esquina de la casa. 

Tampoco hubo nerviosismo cuando Sergio Massa uso aviones privados durante quince años sin explicar su relación con los dueños de la empresa, o cuando Fabricio Filiberti firmó el contrato de exclusividad para proveer de policloruro de aluminio a la empresa que manejó la señora de Sergio Massa. Juntos acordaron como amigos el traspaso, en blanco, de cientos, miles de millones de pesos a una única empresa, y la sociedad lo legitimó. Después, Filiberti durmió siestas en Punta del Este junto a su novia, tal como explicó MDZ en exclusiva, con un avión privado y un barco que llamó la atención de los jeques árabes durante el mundial de Qatar, es decir, el barco sorprendió a quienes usan leopardos de mascotas, y pintan las ruedas de sus Porsche de oro.

Nunca nadie salió a la calle a protestar cuando se confirmó que Néstor Kirchner a través de Daniel Muñoz había comprado 60 propiedades en Miami y que proyectaban una inversión de 500 millones de dólares en las islas Turks and Caicos. Muñoz tuvo un solo trabajo en su vida, fue con Kirchner. Solo una persona con problemas neurológicos o alguna discapacidad en el aprendizaje podría pensar que un secretario ahorre el dinero para armar un imperio de real state mientras su jefe declara que se empobreció en la función pública. Argentina lo aceptó y lo votó de nuevo tras su muerte.

El achicamiento real del gasto, la quita de todos los contratos de la legislatura bonaerense, la investigación transversal de la corrupción de Chocolate Rigueau, ese leading case de la forma corporativa de robar que hay en Buenos Aires, donde nadie ni piensa en tirar la primera piedra. Todos esos serán los granos de arena que hagan que la revolución tenga lugar. El peligro es uno y puede ser letal: una vez levantada la vara hasta apunarse, si alguien roba un PBI y otro un almacén, ambos habrán cometido un delito. Las comparaciones son odiosas, y cuando la premisa básica es la renovación, un contrato de cien mil pesos puede hacer caer un Gobierno.

Será entonces la revolución moral la que incluya el nivel y explicación de consumo del Presidente y su hermana, su gabinete, sus legisladores y los contratos de los amigos del poder, siempre listos para denostar el kirchnerismo, pero con la única premisa básica de lograr que un contrato los beneficie sin demasiada labor.

Con informacion de MDZOL.com

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